domingo, 29 de noviembre de 2009


Espacios privados

Antes estaba el trenet de madera que traía desde Bétera, en un abigarrado escaparate, vidas truncadas por el silencio y el miedo, rostros vacilantes y risas mecidas por la cadencia del tren. Durante algunos años, día a día, viajé inmersa en el espectáculo de una huerta que ya ha ido desapareciendo, oliendo el azahar que reventaba al borde de las acequias. Y aquellos rostros de expresión perpleja se han ido extendiendo por la geografía valenciana, en las aceras, los bancos y los cubos de basura, convirtiéndose en una muchedumbre que vaga confundida ante la indiferencia, abrigándose con los desperdicios de la opulencia.
El tiempo ha pasado y al paisaje de Godella le han salido casas y coches. La quietud de la naturaleza se ha roto con la violencia de los tubos de escape de las motos. La prisa ha invadido las calles y aumenta el sonido de los iniciados que hablan desde el móvil sin ningún recato, elevando las voces en una ceremonia de confusión virtual. Las calles se parecen demasiado a otras calles y sus gentes también. Algunos colores se han apagado, mientras otros, los azules, duermen.
A pesar de que los atardeceres se han descolorido, algunas veces, al bajar del tren en la estación de Godella con el sol iluminando los plataneros, he sentido como si me crecieran raíces profundas y aéreas. En un tiempo muy breve, apenas unos minutos, me muevo en los límites de mi espacio personal, recuperando imágenes y olores. Resulta increíble como cuesta reconocer el lugar tantas veces desalojado por la prisa cotidiana, envuelt@s y aplastad@s tod@s en el velo de las certidumbres, y la pesada carga de la memoria. Pasar no es ver, para ver hay que saber mirar detrás del ruido y de las cosas. Y eso no es fácil, es casi un milagro.
Uno de esos días luminosos, casi mágicos, tropecé con una mujer sin rostro que daba la espalda al espectador, al voyeur, mostrando con pudor algunos de los indicios del itinerario que cada uno de nosotros construimos en el azul de las habitaciones íntimas. Su cuerpo, de un azul intenso, parecía escaparse del lienzo para encarnarse en otras identidades, mientras un corsé envolvía partes de su adolescencia perdida, en un cuerpo de posibilidades multiformes, hecho añicos por el reloj biológico.
Ella me hizo pensar en los mundos privados que, sin duda, flotaban a mí alrededor como estrellas sin luz, repetidos en el tiempo y el espacio de la casa, encerrando los sueños en jaulas de oro, náufragos en mares de lágrimas secas. Pensé en los fogones, el brasero, las flores de la mesa camilla y los esfuerzos por hacer de cada rincón de la casa un lugar transitable, mientras la soledad amenazaba con inundar las habitaciones haciendo naufragar los besos.
A ellas las he conocido tarde, y las he imaginado también tarde, y es que eran, la mayor parte del tiempo, invisibles, aunque a veces se pintaran de rojo los labios para señalar la dirección a los besos perdidos, por si acaso alguno se quedaba en la casa. Sus tiempos las abandonaron, pero hubo otras, herederas de los nudos tejidos en los dormitorios, que recogían la casa, y cuidaban de que no faltara nada. Y ahora, libres vagaban en el aire llenando de color las sombras. Algunas apostadas en las esquinas, deslumbrantes, mientras otras “al borde de un ataque de risa”, recogían caracolas, ciñéndose al cuerpo corpiños trenzados con palabras de libertad.
Hoy, los fantasmas del pasado acompañan la existencia de las nuevas y modernas mujeres, ataviadas con sofisticadas prendas interiores, viviendo en recargadas habitaciones propias, repletas de objetos, deslumbradas por el microondas, la termomix y la cirugía, acallando con la voz de la televisión el grito de rabia. Pero, ahogar las voces resulta ya imposible, porque por siglos se han alzado, creando un murmullo continuo que amenaza con convertirse en un oleaje que arrase la estupidez y la crueldad de un mundo injusto.
Algunas se empeñan en rescatar la vida, por eso no pueden abandonarse los paisajes. Desde los lugares más perdidos se alienta la búsqueda, siempre inconclusa, de los colores, y la prolongación de los mundos azules tras un velo, un carmín, un maquillaje, con la ilusión de conjurar con la magia nuestra muerte.
Y aquella tarde había vuelto a ocurrir, aquella mujer azul había atravesado, en un ejercicio circense, desde su espacio interior a las paredes de mi casa, para sostener una niñez inabarcable. Por eso estoy segura de que, de espaldas, reía.
Ros
Godella 2008
oleo rosa pastor

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