lunes, 8 de febrero de 2010


La mujer de las botas de agua.

No podía levantar los ojos, me pesaban como si los párpados fueran de plomo. Con dificultad sobrellevaba la sinusitis que me tenía atrapada. Los días pasaban planos, monótonos, apenas la noche entre ellos. Después de tanto tiempo paralizada no sabía si podría volver al mundo, me estaba acostumbrando a un universo de pantalla y ventanas y apenas distinguía lo real del tiempo con el tiempo del ratón. No exagero si digo que me bastaba con la música, pero miento, necesitaba el calor de la gente, aunque dormitara placidamente viendo crepitar las llamas en la estufa. Desperté de golpe cuando el paisaje empezó a hacerse blanco. Una oleada de cristales bajaba por las cortinas. En unos minutos toda la casa se cubrió de blanco, el sofá tapizado de copos y la cocina con estalactitas. La estufa se apagó y hacia frío, un frío que me helaba las orejas. Al principio creí que podría convivir con el blanco que amenazaba con inundar mi dormitorio, pero no pude y salí a la calle. Me llevé una sorpresa: el mundo había cambiado, era gris.
Afuera los edificios se confundían con el asfalto y el verde de los árboles se teñía de agua sucia. Me deslicé por el barro que cubría las aceras, buscando lugares conocidos. Era inútil, nada era lo mismo, todo estaba sumergido en una niebla espesa que me impedía caminar. En vano mi memoria trataba de bucear en los recuerdos, los azules ni los ocres existían y tampoco la luna. Era un cataclismo: el cambio cromático. Por un momento pensé que, quizás, yo era la única superviviente. Algo había ocurrido mientras yo pasaba los días encapsulada. Tenía que encontrar a alguien, necesitaba respuestas urgentes.
Era desolador, no sentía ni frío ni calor, mi cuerpo, entumecido por el frío que había barrido la casa, despertaba con dolor, la mirada perdida en aquella inmensa ciudad vacía. ¿Dónde estaban todos? Allí, antes, había habido alguien andando, comiendo, paseando, trabajando, yo no podía haber soñado su existencia. ¿Cómo era posible que no quedara nadie?
En mi desesperación entré en lo que parecía una iglesia con cálices desteñidos y santos desnudos. Me impactó el vacío sobrecogedor que llenaba el espacio definido por bancos y altares. Salí sintiendo que siglos de historia se habían detenido. No podía continuar mi paseo errático, necesitaba un plan.
La ciudad era irreconocible y tuve que hacer un gran esfuerzo por recordar lugares. Lo que primero que me vino a la memoria fue el patio del colegio y fui a buscarlo, atravesé las piedras dormidas hasta llegar al pequeño jardín en el que jugaba de niña. El silencio ahogaba las canciones que de niña había cantado. Me situé en una esquina intentando seguir el juego del escondite: uno, dos, tres... al llegar a diez me interrumpió un aleteo de faldas. Estaban allí, no podía verlos pero los escuchaba, voces alegres, chillonas, atropelladas. Y luego el silencio nuevamente. Pensé que si subía las escaleras podría encontrarlos en clase. Aquella clase que yo recordaba pintada de verde y repleta de dibujos. Cuando llegué arriba sin titubear abrí la puerta. Los dibujos se habían descolorido y el verde de las paredes se había transformado en negro. Cerré los ojos y olí mi niñez: sudor y nenuco. Las sillas yacían abandonadas, desmadejadas y de la pizarra cayeron números y letras: uno, dos, tres, mi mama me mima, yo amo a mi mama… Quedé ensimismada en el bucle de mis recuerdos hasta que un rumor de agua me despertó. Llovía a cantaros. Decidí acurrucarme en uno de los arcos del patio y fue entonces cuando la sentí llegar como una sombra. Desde la distancia pude verla chapoteando con sus botas de agua, ajena a la lluvia, ajena a mí. Envuelta en la niebla giraba como un Derviche. Le hice señas inútilmente. Me ignoraba o no podía verme porque el ala de su sombrero le caía sobre los ojos. De pronto desapareció. Estaba desesperada, el único ser vivo que había visto se esfumaba.
Extracto del relato la mujer de las botas de agua. Rosen 2010

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